Viajar
Hace unos días viajé a Calama y luego a San Pedro de Atacama, junto a una persona que estimo mucho. También era una primera prueba de rendimiento del auto que tengo desde hace poco más de un mes, y creo que salió bien (con el antiguo no me animaba a ir a Calama siquiera). Viajar más de 300 km casi continuos, por carreteras tanto rectas como curvas, y de paisajes desérticos, me recordó sensaciones de viajes pasados, que en ese entonces los hacía en bus y me resultaban experiencias emocionantes, sólo por el hecho de aventurarme a salir varios kilómetros lejos de casa. Pero manejar esos kilómetros es una sensación distinta, cuya emoción no estriba en lo cambiante o monótono del paisaje, sino en lo que a uno le motiva a seguir pisando el acelerador sin descanso, aún teniendo el poder de dar marcha atrás y devolverse (cosa que no es posible de hacer una vez que te subes a un bus o un avión).
Y resulta que cuando uno es detallista, pisar el acelerador se empieza a complementar con montón de otras cosas: el ruidito del motor, la música que estoy escuchando, los saltitos en un pavimento con deformaciones, la niebla que aparece de repente, la “turbulencia” de viento cada vez que un camión pasa fugazmente en dirección contraria; tantos elementos distintos, con múltiples interpretaciones según cuántos kilómetros queden por recorrer. Viajar en medio del desierto, entre la nada y el silencio, insta a ver la soledad como una compañera que aconseja seguir adelante, pero que durante el trayecto me observa y se pregunta qué estoy haciendo ahí, y qué es tan importante como para moverme a 120 km/h en medio de un no tan abrasador (pero igualmente tedioso) sol de invierno; o en medio de la noche, bajo un cielo estrellado. Es una analogía a cuestionarme quién soy, de dónde vengo y para dónde voy, pero experimentado en un auto que se limita a seguir mi mismo camino mientras el combustible se lo permita.
San Pedro de Atacama, por otro lado, parece cumplir con la misma analogía anterior pero en un estado detenido. Puestos con artesanías, tejidos, aros, collares, y un montón de detalles rústicos esparcidos por todo el pueblo, llevan a pensar que esos colosales monumentos que se erigen alrededor (volcanes nevados, géiseres, termas y caprichosas lagunas) han influido a tal grado la cultura atacameña, que aquellos souvenirs son sencillamente un reflejo de su personalidad, y la respuesta a sus preguntas fundamentales. Pensaba entonces que los “souvenirs” que cada uno manifiesta a los demás (ya sean gestos, miradas, formas de caminar o conversar) expresan de alguna manera la postura que uno tiene frente a la vida, y qué tan resueltamente la afronta. De momento, pondré más atención a eso la próxima vez que me aleje varios km de casa.