Apatía
Hay días en que uno dice estar apático, no tener ganas de nada. A veces 2 días. A veces 3. Pero otras veces pueden ser 30 días, como ocurre en mi caso. No tengo ganas de nada desde el 3 de agosto y no puedo detallar aquí el por qué, pero sí lo detallaré en un cuento que escribiré para un concurso. Si gano, me habré desahogado y ganaré $1.000.000. Si no gano, me habré desahogado, al menos. Será como escribir un sueño (o una pesadilla) inmediatamente después de haberse despertado. Es demasiado complicado lidiar con pensamientos depresivos durante tanto tiempo, para alguien que piensa como mínimo unas 5 veces más de lo que habla.
A veces se me entrecruzan tantos pensamientos al mismo tiempo, que tartamudeo, o me cuesta hablar, o termino hilando las frases de una manera imperfecta. Mucha gente piensa que actúo así por mera timidez o nerviosismo, pero no. Es un grado de perfeccionismo que amo y detesto, porque me ha amparado en lo racional pero me ha destrozado en lo emocional. Sólo podría describirlo como estar jugando partidas de ajedrez todo el tiempo, tomando decisiones calculadas y evaluando las múltiples posibilidades, pros y contras, de tomar una decisión en vez de otra y que el resultado final sea el más positivo (o el menos negativo).
Mucha gente también piensa que por pensar así, o por el mero hecho de tomarme tantas líneas para expresarlo, o por escribir de una forma tan elaborada, debo ser un tonto grave, como dicen en Chile. O estar loquito.
Estuve a punto de creerme aquellas reflexiones, o más bien reacciones, que sin embargo adolecen de simplismo. Y digo a punto, porque mis 30 días de apatía me han llevado a pensar cosas tan dantescas que sólo espero plasmarlas de una vez en aquel cuento, y luego olvidarme de ellas. Y el cuento, victorioso o no, pasará a ser un objeto oscuro, tabú, al que no quiero acercarme. Algo así como un horrocrux que contiene una parte podrida de mi alma (suponiendo que tal cosa exista).